domingo, 7 de diciembre de 2014

Corrupción y humanidad





Si te has colado alguna vez en el metro, o te has saltado tu turno en una larga cola, o birlaste alguna fruslería (bonita palabra en desuso) siendo niño o adolescente, o te has quedado con material de oficina para tu uso personal, o no has devuelto un cambio de más por descuido, o aceptaste un trabajo en la empresa de un familiar o conocido… ¡entérate, eres corrupto! Pero solo si hiciste esas cosas y además eres de pensamiento de izquierdas o, peor aún,  de Podemos. Eso dicen con toda rotundidad los ministros y altos cargos en el gobierno. Te deja de piedra pómez oírles asegurar con toda resignada inevitabilidad que “la corrupción está en el genoma humano”, como si fuera una célula defectuosa que compartimos todos. De ahí que no tengas que escandalizarte, insinúan, por comportamientos tan consecuentes con la más profunda humanidad como robar durante décadas millones de euros del erario público, o darse la gran vida (prostitutas incluidas, que aún son un objeto de lujo a peso de carne)  a costa de los contribuyentes (tú, yo, vosotros, nosotras), o colocar en el poder municipal, autonómico o nacional tan solo a los fieles amiguetes de confianza.  O a la familia, que la sangre tira.


A ver, que aún hay clases, y cada uno “peca” o delinque en la medida que su clase social se lo permite…Pero delinquir, o corrompernos, nos corrompemos todos, según el partido en el  gobierno con más corruptos descubiertos de todos los gobiernos corruptos que hemos padecido.  Eso dicen desde la palestra de los medios de comunicación comprados o medio comprados (con dinero de los ciudadanos, claro), mientras bajan la mirada pero no la cabeza. La altanería y la prepotencia por delante, siempre, que para eso son de derechas y los que mandan en el país.


Visto lo anterior, no extraña al ingenuo y dócil ciudadano que, quienes dirigen el país, salgan en defensa de los que medran a la sombra de otros corruptos, diciendo, literalmente, eso tan equilibrador de “si te invitan a comer y pagan con dinero robado, tú no tienes la culpa ni eres cómplice del robo”… ¡Ostia, no, si no sé que estoy con un ladrón, pero sí lo sé porque incluso ha aparcado un Jaguar en mi garaje!...entre otros “regalos”. Comparar que un colega robaperas te invite a unas cañas, con tolerar que tu marido (¡tu marido!) reciba “incentivos” cuantiosos de no sabes quién, es como decir que, cometido el primer asesinato, no viene de aquí cuánta gente asesines y, total, una vez muertos ninguno se queja.


La enzima de la corrupción, que es muy mala y les (nos) obliga, claro.


Por eso sorprende que, para el oponente político (o “enemigo”) la vara de medir no es que sea otra, es que se convierte en látigo. Al que se acerca peligrosamente a convertirse en serio rival por la poltrona presidencial, hay que observarle con lupa, exigir que sea no ya impoluto, sino ejemplar; hay que esperar que sea más que intachable, digno de una beatificación o, de lo contrario, si resulta que grita en los campos de fútbol o ha aparcado mal el coche alguna vez (y sin pagar en el parquímetro, oiga), se le tienen que abrir expedientes disciplinarios, ponerle en la picota social, señalarle como excepción indeseable…¿No habíamos quedado que la culpa de la picaresca era de la condición humana?...¡Ah, no, que eso es para grandes desfalcos, hurtos, prevaricaciones, y/ o genocidios sociales!...Y solo si los hace la gente “de bien”, o sea,  los que tienen poder y dinero.


El cinismo, queridos compañeros de ingenuidad humanista, también debe ser cosa inevitable de los genes.


Por lo tanto, olvídense de la honradez y denle de una vez por todas otro significado a esa palabra. Olvídense de la bondad, de la compasión, de la justicia, y limítense a hacer obras de caridad -de vez en cuando y sin abusar, que los pobres se acostumbran- que eso calma la conciencia removida y da permiso para seguir haciendo daño colateral para lucro propio.


Y, a la hora de votar, no cambien a sus corruptos de siempre, los de casa, los que ya tienen práctica, hablan bien y llevan siempre sonrisas de diseño, ropa de marca y aspecto atildado. Ellos son los que saben, los que no moverán nada para que todo siga igual, los que seguirán proveyéndoles de su dosis de miedo a lo diferente,  tan necesaria para quedarse quietos y no tener que hacer nada, culpando de lo mal que están a los demás.


Porque ellos son los que les han descubierto que ustedes son corruptos, al mismo nivel que el peor de los sinvergüenzas gerifaltes. Porque,  al miedo al cambio, deben unir su mala conciencia de pecadores o delincuentes irredentos, sin derecho a señalar a otros peores, y “apechugar” con su castigo, que no es otro que seguir aguantando que les roben, les marginen y arruinen la vida de ustedes y sus familias quienes saben robar más y mejor…Porque, al final, hemos quedado que todos somos oportunistas y ladrones, pero que solo debemos hacer la vista gorda con los reyes del robo y la inhumanidad, tan humana ella. Al resto, hay que castigarles y no darles tregua…, lo tienen merecido por pobres, de izquierdas (seguro, siempre) y por atreverse a decir y creer que la justicia no es siempre la ley.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Proteger la vida que se muere






Acabo de firmar una de esas peticiones online que se hacen para alentar beneficios comunes,  o privados pero que afectan a otros muchos casos similares. El de hoy, es la situación que vive una familia cuyo hijo menor (cuatro años actualmente) sufre desde que nació una distrofia muscular de Duchenne, enfermedad degenerativa que conduce generalmente a la muerte precoz.


La sacrosanta Seguridad Social, administrada por el todopoderoso estado y su brillante gestión, les denegaron unos análisis necesarios, que tuvieron que efectuar vía privada. El coste de dichos análisis, para la Administración, es lo que costaría un buen almuerzo para unos cuantos jerarcas, en un restaurante convenientemente prestigioso, mientras negocian alguna tramitación para privatizar un centro o cómo ahorrar en material sanitario, recortando recursos. Vamos, el coste de un análisis para diagnosticar acertadamente, es una minucia comparado con el sueldo mensual de algunos de esos burócratas que manejan lo que queda de nuestra sanidad pública: 2.100 euros…Eso vale el dejar de lado (o no) el bienestar de un niño enfermo y la tranquilidad de una familia.


Pero lo peor es lo que les argumentó para la negativa el propio médico, un neurólogo y supuesto ser humano. “Viendo  a su hijo, creo que lo mejor que le podría pasar seria quedarse muerto en la mesa del quirófano, porque para la vida que va a llevar…”. Con frases como ésta, y ante la pasmada y horrorizada mirada de los padres y el hermano mayor  (5 años) del pequeño enfermo, el “sabio” concluyó diciendo que “ni superara los 9 años, y con problemas graves de salud, no vamos a gastar recursos en él,  puesto que intuimos que será Duchenne. Y, además, está muy afectado y no es necesaria ningún tipo de terapia. Mejor dejarle tranquilito en casa”. Y, después de eso, siguió respirando y seguro que cenó opíparamente y se fue a la cama a su hora…El señor doctor, humanidad y delicadeza personificadas, que deja morir “tranquilito” a un pequeño, ante la indefensa desesperación de su familia. Se ahorró sus recursos y, quizás, en otras ocasiones, abogue por la abolición del aborto para “proteger la vida” de los nonatos.


Alguien que todavía cree en la dignidad de vivir, en el respeto a cada ser humano – y que ese respeto debe ser proporcional a lo vulnerable que se haya la persona- y en la empatía con el sufrimiento ajeno, se escandalizará como yo me he escandalizado ante ese trato a unos padres y a un niño. Pero lo que pone realmente triste, lo que le deja a una sin aliento, es la experiencia de comprobar lo institucionalizado que está ese tipo de conductas. Tengo mis dudas de si es solo en esta época de “recortes” y precariedades que ocurren estas cosas entre el personal sanitario y humano que “vela” por nuestra salud. Tengo sobradas pruebas, desgraciadamente, para creer que consiste en un protocolo que, poco a poco, se instala como ejemplo a seguir, como código inapelable y tradicional, para aquellos casos “perdidos” a juicio de los responsables de diagnosticar. Y los médicos y enfermeros lo acatan con asumida y total indiferencia y normalidad.


¿Saben ustedes de las “plantas de desahuciados” que existen (hace muchos años) en cada hospital público? He tenido la mala fortuna de visitar algunas, aunque, naturalmente, en términos generales no se les llama así – inútil decoro que encubre las terribles prácticas, o la falta de prácticas, que en ellas se tienen- y escuché cosas tan tremendas como “no tienen remedio, si vienen aquí”, “da igual que no se le alimente, va a morir tarde o temprano” o “si su cuerpo quiere, vivirá; no vale la pena hacer nada más”. Literal. Y una se pregunta qué toque divino dota a ese personal sanitario de tal poder adivinatorio, más que la obviedad de que, si se les abandona y condena como desahuciados, esos pacientes morirán, evidentemente ¿No es eso juzgar sobre la vida o la muerte? ¿Pasaría lo mismo si, cada uno de esos enfermos, reportara unos cientos de euros al día para el centro? ¿No habría más “milagrosas” recuperaciones, si se les atendiese en lo que a diario se pudiera?...También tengo mis dudas.


Les dejo reflexionando, porque mis propias reflexiones me han puesto un nudo en la garganta y una duda más sobre el género humano en la cabeza. Y no quiero ir al médico, mientras pueda evitarlo.

domingo, 31 de agosto de 2014

Españoles en restaurantes




Como todo gremio humano, los españoles- o la gente que vive habitualmente España, que no es lo mismo que vivir en España- tenemos una serie de peculiaridades, costumbres, tradiciones o “tics” sociales que nos vamos contagiando y se establecen como normas de conducta. No hablo de ir a los toros – primero tiene que atraerte ver como un tipo vestido de brillantitos martiriza a un animal hasta matarlo - , ni del gusto por el folclore musical de cualquier región, ni de la siesta, ni del abuso indiscriminado de beber cerveza como sustituto del hábito al botijo.

Hablo de comportamientos que aquí, en este país, se han tomado por formas educadas de cortesía, y que en realidad no hacen más que perjudicarnos a nivel personal, además de dejarnos como auténticos palurdos ante quien nos está tomando el pelo,  ya sea autóctono o foráneo.

Clásico ejemplo: el español como consumidor en bares o restaurantes.

Entras en un local de comidas, da igual la categoría, la clase o la especialidad gastronómica que sea, y los españoles vamos dispuestos a sentirnos como invitados. Saludamos al camarero como a un colega, nos estudiamos la carta…, hasta ahí bien. Pero, llega el momento de la verdad,  y descubres qué contiene tu plato, realmente, cuando lo tienes delante. Si el menú señalaba entre los segundos platos, un suponer, “bacalao con setas del bosque”, ya es suficiente confiar en que las setas serán del bosque y no que su último destino conocido haya sido una conservera; al menos, personalmente, espero como mínimo que sepan a setas, que acompañen a bacalao y que contengan la suficiente cantidad de ambos productos como para distinguir lo que son. Pero pueden producirse las siguientes situaciones, entre otras:



1-      El bacalao parece bacalao, pero las setas deben haberse esfumado  dejando atrás a un par de tontas o de enfermas que no pudieron huir.
2-      Ves las setas, pero no saben a setas. Ves el bacalao, pero no sabe a bacalao. Sabes lo que has pedido pero no lo que te vas a comer.
3-      No ves el bacalao ni las setas, no sabe ni a bacalao ni a setas. En tu plato reposa algo parecido a un trozo de pescado pringado de una salsa extraña con tropezones grises.



Vale, llega el momento al que me refiero, donde nos diferenciaremos del resto de nacionalidades clientelares.

Cualquier persona sensata que va a comer a un restaurant pensando en disfrutar de algo cocinado, de algo que le apetece comer, de algo que sabe lo que es y por lo que va a pagar su buen dinerito- a menudo, excesivo, pero entregado con gusto, oye-, ante uno de los supuestos anteriores, llama al camarero y expone educadamente  lo que ocurre ¡Que no te lo estás inventando, que has pedido lo que ellos ofrecen en su carta de menú, que no te invitan!... Bueno, reclamado el derecho, por lo menos a una explicación, puede que se limiten a cambiarte el plato y traer algo más parecido a lo que esperas,  o que lo sustituyan por otra cosa que te apetezca más o, al menos,  que escuchen amablemente tu queja, pidan disculpas, lo descuenten de tu nota y se callen la boca. 
En España no es así, básica y primeramente porque los españoles no devolvemos nada, no nos disgusta nada aunque nos muramos del asco o la decepción, somos tan “educados” que tragamos - literalmente- lo que nos han dado, porque “ya que lo hemos pedido”, “esa comida será así” o “con no volver, arreglado”.

¡Por San Alberto Chicote y Saint Gordon Ramsay, que somos los clientes, ahora, en ese momento, que tenemos derechos, que no pasa nada por exigirlos!

Un español, en un bar o restaurante, se come lo que pongan en su plato aunque no se parezca ni de lejos al producto alimenticio solicitado. Un español, se queja por lo bajini  de la “mierda de bazofia” que le han servido,  de forma que puedan oírlo sus acompañantes de mesa pero, eso sí, con cuidado de que no se percate el personal del local, no vayan a ofenderse o tomarle por un quejica. Un español aguanta el tipo como si no pasara nada, se come - o lo hace ver-  un primer y/o segundo plato mediocre o repugnante, ataca con el postre – sea como sea, que a esas alturas ya de igual- y, si se tercia, cumple con el café y la copita de resopón.

Si el metre, el camarero o el dueño de turno se acercan a pedir nuestra complacencia, la tendrá. Aunque el plato esté intocado porque nuestro estómago reacio se ha puesto terco, diremos que “todo muy bueno, gracias” o “es que no tengo mucho apetito, pero bien”. Cualquier cosa menos decirle al responsable que te sientes estafado, que eso tenía mala pinta o que cocinan como el culo, con perdón. Y, después, pagar religiosamente y dejar propina, por lo que puedan pensar.

A todo tirar, los españolitos más críticos o más gourmets, despotricarán del restaurante en cuestión en su blog o en las redes sociales internáuticas, en cuanto pisen la calle.

Vale, para que no me digáis que no predico con el ejemplo, confieso que soy de las excepciones - que no excepcionales- que solicitan cambio de vaso sucio por vaso limpio, hago retirar platos horribilis y me enfrento a camareros desdeñosos y dueños contrariados, si hace falta. Eso siempre que mis acompañantes no me monten la escenita disuasoria de “no vale la pena, por una vez que venimos”, “no llames la atención, que nos miran los de la mesa de al lado” o  “pídete otra cosa y ya está”…, pagando yo ambos platos, claro. También he tenido que hacerlo y me sienta tan mal como que me sirvan una bazofia. Así que reclamo, con toda discreción y cortesía posible, pero reclamo.

Y, por mi experiencia, ningún problema cuanto más cosmopolita o internacional es el sitio. Las caras agrias y los respondones, en los  sitios más cutres o provincianos. La peor reacción, en un restaurante – cutre-  de Madrid donde, en lugar de la paella anunciada, me sirvieron puré de arroz pasado y frío… ¡y el camarero insistiendo en que la acababan de sacar del fuego y en que era paella, claro! Oiga usted, si voy a pagarle con dinero de verdad, no me discuta lo obvio y menos lo que me tiene que gustar. Pues eso.

Lo que más me enerva son las caras de circunstancias alrededor, en la propia mesa y en las vecinales. Te miran como dándote la razón pero con cara de “vaya jardín, amiga”. Los ojos de todo el mundo vuelven al plato que tienen delante, en cuanto el desairado interlocutor al que te enfrentas mira en torno buscando complicidad. Y siguen comiéndose la misma porquería que tú estás rechazando. Bueno, no sé quién lo tiene peor, si yo o los demás, colegas.

Eso sí, si el español come en casa o gratis, invitado por alguien de confianza, se queja libremente de cualquier minucia que no le cuadre. Si quien cocina es la madre, la pareja o algún allegado, no se corta un pelo aunque le haya visto cocinando con todo esmero, y se queda tan pancho. Y ahora toca decir aquello de “somos así”. Pues, hay cosas que tendríamos que dejar de ser, paisanos y paisanas.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Somos "nadie"


Los ciudadanos, para los gobiernos, nos hemos convertido en “nadie”. No es que no seamos nadie, sino que “somos nadie”. Basta imaginarse las directrices recibidas en una reunión de ministros, o en cualquier gabinete ministerial: “Que nadie traspase nuestras fronteras ilegalmente”, “que nadie cobre más de X euros”, “nadie debe escaparse de pagar los impuestos”, “que nadie tenga derecho a protestar por tal o cuál”…
”Nadie” no tiene cara, ni edad, ni sentimientos; es nadie, es rotundo y, no es nada personal, amigos…Es que nadie debe escaparse a sus decretos, y es más fácil ordenar injusticias o ponerlas en práctica pensando en que nadie las eluda, que pensando en los millones de “alguien” a quienes se les hace el daño consciente de la represión. Nadie, para “ellos”, somos nosotros; los ciudadanos, los de aquí y los de afuera, los que les sirven de pagadores de deudas, los que saltan sus vallas con cuchillas o repelen a disparos en el mar, los que exprimen a fuerza de encarecerles el sustento y de dejarles sin recursos suficientes y necesarios.

¿Qué importa quitarle derechos a nadie, dejar que nadie se muera sin atención, que nadie reciba ayuda ni consiga trabajo, ni disponga de justicia? ¿Qué importa la educación de nadie? Nadie es nadie, y somos el pueblo. Nos llaman nadie, para “cosificarnos”, convertirnos en objetos a controlar, para sentirse mejor, para que no escapemos.

Y, paradójicamente, si aceptamos ser ese “nadie” como nombre propio, la cosa queda en que Nadie protesta, Nadie exige, Nadie no quiere ser expoliado, esclavizado y excluido. Nadie, somos Nadie.  Somos Nadie, y solo importan “ellos”…Deberíamos cambiarnos el nombre.